jueves, 29 de diciembre de 2011

Pequeños holocaustos cotidianos: las consecuencias previsibles de los CIE



La muerte perfectamente evitable de Samba Martine (Congo) en el Centro de Internamiento para Extranjeros madrileño no debería sorprender a nadie. No es producto de una desidia accidental (la falta de asistencia médica ante una meningitis) sino una consecuencia previsible de una funesta política de encierro que desde diversas entidades y movimientos sociales venimos denunciando desde hace varios años (1). Lo que ahora escandaliza por hacerse público constituye una práctica (nada secreta) de los numerosos CIE desperdigados en España.

No es la primera vez que ocurre y, probablemente, no será la última muerte producto de una política que criminaliza a los inmigrantes irregulares. Que ahora el juez García de Dios señale las graves falencias de esos centros no hace más que confirmar un “secreto a voces”. Los CIE son campos de confinamiento en los que la ley que rige es la ley de la excepcionalidad, es decir, la suspensión temporal de los derechos de los “internos” (personas que por diversas razones y en sobradas ocasiones no han tenido más opción que escapar de sus países, en caso de pertenecer a alguno).

No se trata, pues, de exigir “condiciones más humanitarias” para los seres humanos confinados a campos en los que la tortura, el maltrato, las vejaciones, el hacinamiento o la privación de otros derechos humanos es moneda corriente (2). Nuestro objetivo político no puede ser otro que la supresión de estas prácticas sistemáticas de degradación de ciertos extranjeros que el estado español considera sobrantes. No sólo convierte en «delincuentes» a una clase de sujetos por su situación administrativa, sino que además los recluye en espacios inhabitables, sin los más mínimos controles efectivos (y no sólo en lo que hace a la salubridad).

El silencio oficial, cuando no algunas cínicas declaraciones que se incumplen no bien se apagan los micrófonos, tiene una significación clara: ellos saben perfectamente lo que ocurre en esos centros y aún así, no muestran la menor voluntad de cambiar estructuralmente esa situación. Fuera de las garantías de un inexistente «estado de derecho», el paso por un CIE, incluso si no se hiciera efectiva la repatriación por no poder acreditarse el país de procedencia, equivale a una condena duradera: ser uno de los tantos “sin-papeles” que deambulan en los márgenes, sin la más mínima posibilidad de regularizarse, trabajando –cuando pueden- por jornales que no superan los €15 euros, como peones agrícolas o empleadas de hogar.

Es cierto que esta política se nutre de la desinformación ciudadana: ni siquiera sabemos qué porcentaje de extranjeros irregulares que sobreviven en los CIE son anualmente repatriados. Lo que es peor: tampoco hay información oficial acerca de cuántos CIE hay en territorio español y cuántas personas están confinadas en ese espacio (3).

La continuidad de esa política no parece estar en discusión (ni mucho menos en cuestión) por parte del gobierno español entrante. Es más: prevé un endurecimiento de la Ley de Extranjería y forma parte de sus cálculos la supresión del derecho de “arraigo social” que daba la posibilidad (transcurridos tres años de residencia ininterrumpida en territorio español y con un precontrato de trabajo de al menos un año), de obtener un primer permiso de trabajo.

En este sentido, el endurecimiento de esta política del encierro, en línea al racismo y xenofobia crecientemente institucionalizados, arruina cualquier proyecto europeo de ciudadanía democrática e inclusiva mínimamente creíble. Constituye una de las más flagrantes violaciones de los derechos humanos y consolida un estado policial en la que el otro es constituido en sujeto marginal: no-ciudadano, objeto permanente de un dispositivo de vigilancia que lo convierte en “no-integrable”, excluido tanto de la comunidad política como del acceso igualitario a los servicios públicos.

Construidos como “usurpadores” por parte de los discursos hegemónicos, se crean las condiciones simbólicas para el repudio de esta clase de “extranjeros” con escasa incidencia en el consumo aunque con importante presencia en la economía sumergida (aceptada sin más por un estado capitalista que opera como garante de la rentabilidad privada). Los “sospechosos de siempre” son reincluidos como “delincuentes”, figuras repudiadas que se convierten en depositarios de los males colectivos (desempleo, precarización del sistema sanitario, restricciones a las ayudas en vivienda, etc.). Como las víctimas de género, los “sin papeles” son responsabilizados unilateralmente del mal que ellos padecen en primera persona, en una relación de desigualdad (con el maltratador o el empleador, cada vez más semejantes en sus abusos).

Tomando en cuenta las actuales condiciones políticas, los estados europeos seguirán mirando para otra parte ante la muerte de un “indocumentado más”. Más pronto que tarde, los grandes medios masivos lo olvidarán también, como hacen en general con los miles de seres humanos que quedan en el camino. Algunas personas bienpensantes y compungidas harán un minuto de silencio, hasta que el estruendo de otras urgencias haga invisible otra vez esta problemática. Vendrán otros muertos, es seguro. Los gravísimos problemas que afectan a los CIE son síntoma de unas políticas de inmigración y asilo del estado español completamente reaccionarias. Como políticas de estado, instituyen un régimen de excepcionalidad sin garantías: fuera del orden jurídico normalizado, el desprecio crónico de los internos en los CIE por parte de las autoridades policiales forma parte de su estructura de funcionamiento, de su modo de vinculación con un ejército de desposeídos.

No hay indicios de que vayan a detenerse estos pequeños holocaustos cotidianos. Ni siquiera es seguro que la movilización de diferentes ONG y colectivos que gritan contra estas injusticias vayan a ser siquiera escuchados. Para quienes queremos otra sociedad, sin embargo, esas luchas sin garantías constituyen nuestra única esperanza política.

Arturo Borra


Para firmar la iniciativa "Que el derecho no se detenga a la puerta de los CIE" pulsa aquí.


Notas:
(1) Además del Informe “Situación de los centros de internamiento para extranjeros en España” (informe técnico realizado por la Comisión Española de Ayuda al Refugiado (http://www.icam.es/docs/ficheros/200912110006_6_1.pdf), se puede consultar al respecto “Los Centros de Internamiento de Extranjeros [CIE de Madrid]”, elaborado por la organización Pueblos Unidos (http://www.pueblosunidos.org/cpu/formacion/InformeCIE.pdf).
 
 
(2) Para una reconstrucción sumaria de los CIE, remito a mi artículo “Acerca de los Centros de Internamiento de Extranjeros. La política del encierro” en http://www.rebelion.org/noticia.php?id=131848.
 
 
(3) Existe por parte de Actuable una petición al respecto, abierta a quienes deseen respaldar esta decisión. http://actuable.es/peticiones/queremos-saber-cuantos-cie-hay-espana. En 2007, Pueblos Unidos señalaba esta carencia de información al respecto ( http://www.solidaridad.net/noticias.php?not=5579).

jueves, 22 de diciembre de 2011

Diez preguntas sobre el anarquismo: una entrevista a Antonio Orihuela de Arturo Borra



1)      Al menos en la Europa de la última década algunos movimientos sociales –tal como ocurre con el movimiento 15-M- han reactivado de forma más visible un cierto espíritu libertario. ¿Qué factores inciden en este retorno del anarquismo? De forma inversa: ¿por qué ese espíritu libertario no cuenta con apoyos sociales más amplios?
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El anarquismo no retorna por que en realidad nunca se fue. Sus prácticas y su funcionamiento son tan simples que forman parte de la razón común de cualquier comunidad o colectivo que emprenda el camino del autogobierno, otra cosa es que la razón común se subleve o se quiera o necesite ejercitarse a través de estas prácticas que es a lo que estamos asistiendo ahora.
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No entiendo qué entiendes tú por apoyos sociales más amplios, de todas formas lo libertario, aún estando latente en todo ser humano, es una exigencia difícil de cumplir, no todo el mundo quiere ser libre, autónomo; no todo el mundo quiere participar en la construcción de lo colectivo, de lo asambleario, etc. Mucha gente es feliz bajo sistemas autoritarios, censitarios, delegacionistas, fuertemente jerárquicos... y desgraciadamente nuestro sistema de democracia formal y de fascismo sociológico tiene mucho de todo esto, con estos mimbres yo creo que las multitudinarias adhesiones y el éxito de las movilizaciones  en tanto tales ha sido indiscutible.

2)      Admitamos que no hay garantías para la promesa de otro mundo posible. En esas condiciones de incertidumbre, ¿cómo movilizar a diferentes sujetos colectivos en la construcción de un porvenir deseado?
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Si este mundo es imposible, ¿cómo no va  a haber garantías de que cualquier otro mundo es posible? Lo que no hay es voluntad, ganas, empuje de otro mundo en lo libertario. Ahí está el ejemplo de “Juventud Sin Futuro” y su discurso socialdemócrata para confirmar hasta dónde quiere caminar una parte importante y nada despreciable del movimiento 15-M.
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Los sujetos colectivos, desde una perspectiva no dirigista, no partidista al uso, no jerárquica, primero se crean por adición, es decir, son fruto de la suma de sujetos individuales que, desde el punto de vista libertario, se juntan y deciden conformar un sujeto colectivo por afinidad y porque consideran que ese sujeto colectivo encarna o puede funcionar como motor de un proyecto social determinado.

3)      La frontera entre marxismo heterodoxo y anarquismo no siempre resulta nítida, aunque sus diferencias con respecto al estado son conocidas. En este punto, ¿qué puede aportar ese discurso marxista al movimiento libertario?
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El marxismo heterodoxo no es ninguna teoría cerrada, habría que considerar a qué te estás refiriendo para poder saber si ese marxismo aporta algo o nada a la “teoría” libertaria, si es que eso existe porque lo libertario no es ninguna teoría sino una práctica social.

4)      ¿De qué forma podría concebirse la transición desde los actuales estados-nación a una sociedad sin estado, dando por sentado que los grupos hegemónicos ya despliegan todos los medios disponibles –sin excluir la violencia- para retener su régimen de privilegios? ¿Cómo se regularían los conflictos tanto en la vida pública como privada en esa sociedad autogobernada?
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No tengo ni idea, de todas formas el movimiento libertario es pésimo para plantear maximalismos. Sin renunciar a ese horizonte de vida buena sin dominantes ni dominados, empecemos ahora, aquí, por cosas simples: la deserción del sistema, la auto contención, el cooperativismo, la extensión de los centros sociales autogestionados, la ocupación, el antimercantilismo, el don, el apoyo mutuo, etc.
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Los conflictos, a medida que fuéramos dejando atrás los valores mercantilistas y los asociados a la propiedad privada y fueran siendo sustituidos por el don, el intercambio, la gratuidad, el compartir, el apoyo mutuo, etc. se reducirían considerablemente. Una organización social de tipo municipalista, vinculada al territorio y que en lo posible tendiera a la autarquía y a lentitud se opone a todo tipo de injerencia, ataque o depredación de recursos lejanos o ajenos y al aprovechamiento integral de lo local. Los conflictos de la vida privada se resolverían en la vida privada o bien si fuera necesario en los tribunales populares o los jueces de paz, estas instituciones tampoco nos deben parecer extrañas.

5)      Uno de los reproches más repetidos con respecto a la izquierda es su dificultad de construir frentes de lucha en común. ¿Qué responsabilidades históricas tiene el anarquismo en la fragmentación de esos movimientos que buscan activamente una transformación social radical?
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Tal vez su responsabilidad ha sido el negarse siempre a transigir, a hacer concesiones, a hacerle el juego a la burguesía bajo la forma del partidismo o el sindicalismo socialdemócrata, del nacionalismo periférico, etc. y tal vez su responsabilidad esté también en haberse negado a desgajar y compartimentar lo que considera demandas integrales del ser humano en nuevos ismos: feminismo, pacifismo, ecologismo, vegetarianismo, nudismo, espiritualismo, naturismo, etc.  pero no hay que olvidar que ninguno de esos movimientos desea una transformación radical de la sociedad o al menos está claro que por el camino se han ido conformando a un programa de mínimos, en el peor de los casos a algún gesto del que manda, o a que los compren y los conviertan también en mercancía electoral o publicidad con la que seguir justificando sus desmanes. 

6)      ¿Por qué deberíamos renunciar a abrir un frente de lucha también (aunque no solamente) en las instituciones del estado, considerando que sus políticas nos afectan de forma directa? ¿Qué posibilidades reales hay de articular «representación parlamentaria» y «democracia directa»?
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El cuento de vamos a meternos dentro del sistema para destruirlo desde allí tiene ya una larga tradición en occidente. La practicaron todos los partidos comunistas y mira, terminaron defendiendo a la pequeña burguesía y las clases medias y propietarias. Eso no funciona.
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Representación parlamentaria y democracia directa son términos que no casan. Jugando con las reglas del Estado a su propio juego solo podemos perder. Ese es un camino no sólo equivocado sino estéril para todos nosotros, por ahí no vamos a ninguna parte.

7)      Una lectura habitual de la célebre expresión “pasar del gobierno de los hombres a la administración de las cosas” es que ese pasaje equivale a una clausura de lo político, esto es, a una sociedad reconciliada, libre de antagonismos. En caso que resulte válida esa lectura, ¿hasta qué punto no se reintroduce un principio teológico en la historia humana, esto es, una dimensión mesiánica en la que el Otro es plenamente integrado a la comunidad?
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La lectura no es válida, no hay un “gobierno de los hombres y una administración de las cosas” en la perspectiva libertaria, sino acuerdo colectivo sobre lo que afecte más allá de lo individual.

8)      En algunas variantes ácratas, de modo similar a lo que ocurre en el liberalismo, la noción de «poder», circunscripta al estado, es concebida en términos negativos y represivos. Ahora bien, ¿qué implica desistir de toda forma de poder? ¿Qué puede hacer el antipoder ante poderes imperiales globales, despreocupados de la injusticia cotidiana y de la violencia que ejercen sobre millones de seres humanos?
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No es una cuestión de renunciar al poder (ya lo he dicho en la respuesta anterior), sino de renunciar al dominio, de no dominar y no ser dominado. Si tú te aplicas estas dos máximas en tu vida, si las aplicamos todos, el poder sólo cabe ya reclamarlo como una categoría que se disuelve en lo colectivo y que tiene más aspectos vinculativos que coercitivos, al contrario de lo que sucede hoy día.
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El antipoder puede hacer lo más difícil, decir NO, NO SERVIRÉ, frente a este gesto tan sencillo se derrumban todas las violencias e injusticias globales, todos los poderes militares y nucleares del mundo.

9)      La abolición de todo principio de jerarquía a menudo choca contra el reclamo de autoridad por parte de una subjetividad que con Guattari podemos denominar  «capitalística». ¿Cuáles serían los espacios estratégicos fundamentales para cambiar esa subjetividad dominante y qué papel deberían jugar los intelectuales en este proceso de cambio?
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El espacio de cambio es la mente individual y las prácticas que individual o colectivamente se concreten, se desarrollen y se expandan.
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El papel de los intelectuales suena demasiado a IIIº Internacional, los intelectuales, así vistos, ya están jugando su papel contrarrevolucionario en los medios de falsinformación capitalistas, mejor dejarlos ahí. El 15-M tuvo lugar a pesar de los intelectuales y felizmente contra ellos, si lo queremos repetir, extender y practicar como hasta ahora dejémosles en donde están y continuemos desconfiando de ellos.

10)  La actual arremetida del capitalismo mundializado, facilitada por la institucionalización del estado de excepción, parece estar conduciéndonos a un punto de no retorno en el que el desastre ecológico y social es una posibilidad cierta, nada remota. ¿Cómo reinventar las luchas libertarias en el siglo XXI, considerando esta dinámica económico-política que nos enfrenta a una situación inédita en nuestra historia?
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La pregunta está contestada a lo largo de la entrevista, no es una cuestión de inventar nada sino de poner en práctica lo que siempre ha estado ahí: Ejercitar la razón común, no dominar ni ser dominados, practicar la desobediencia civil, el apoyo mutuo y la autocontención, negarse a jugar su juego en el ámbito que sea: político, económico, ideológico, etc., construir espacios de socialización y producción al margen del sistema y tratar de realizar la vida buena que nos debemos aquí y ahora, sin más.  

domingo, 18 de diciembre de 2011

Sobre el Centro Social Kukutza: espacios para respirar





Desalojarán los espacios, volverán a construir nuevos muros, con la esperanza de disipar cualquier vestigio de una memoria que anticipa otro mundo posible. 

Sobre los escombros del presente, sin embargo, volverán a erigirse nuevos espacios para respirar. Para que la reinvención del presente no sea, simplemente, un capítulo de lo olvidado.

A.B.


miércoles, 7 de diciembre de 2011

Cuatro tesis acerca del trabajo en el capitalismo





La crisis del presente ha centrado la dicotomía entre trabajadores y parados; con ello, opaca la reflexión sobre las diversas formas de trabajo que se despliegan en la actualidad y su relación conflictiva con las clases propietarias. Nos encierra en la trampa de una división interna entre los que disponen de un “empleo” y los que no lo disponen, como si la inclusión en el mundo actual del trabajo fuera una garantía contra la exclusión social (1). El habitual diagnóstico de la crisis, al centrarse en esta dicotomía, culmina en una crisis de diagnóstico: impide el análisis de las múltiples variantes del trabajo subordinado.

Por el contrario, debemos enfatizar que el desempleo es una alternativa precaria entre otras. Con independencia a la multiplicidad de figuras laborales, en todos los casos están sujetas tendencialmente a un proceso de precarización radical: el “temporero”, el “periférico”, el “subcontratado”, el “irregular” y, en última instancia, también el “indefinido” son ejemplos más o menos manifiestos de esa tendencia. Podrían buscarse otras variantes, pero lo decisivo aquí es que cualquier trabajador está afectado por las crecientes restricciones salariales y el deterioro de las condiciones de trabajo en contextos de crisis sistémicas regulares. Al respecto, sigue teniendo vigencia, en esta dimensión, la formulación de los Manuscritos: “(...) el que no trabaja [en referencia al propietario] hace con el trabajador todo lo que el trabajador hace contra sí, pero nada de lo que hace contra el trabajador lo hace contra sí mismo” (Marx, 1988: 165 [2]).

En las condiciones del capitalismo actual, a mi entender, necesitamos complementar esas tesis con algunas otras, especialmente a raíz de la presión creciente que ejerce la tasa de paro (notablemente elevada) sobre las clases trabajadoras:
  1. El terror de los trabajadores ante el creciente desempleo es funcional a la precarización laboral. Como forma disciplinaria, el paro permite el mantenimiento de los salarios en un nivel relativamente bajo y la disminución de expectativas y exigencias con respecto a las condiciones del trabajo por parte de los trabajadores. Puesto que hay “un ejército de reserva” –tal como anticipó Marx- dispuesto a sustituirnos, cualquier reivindicación de los trabajadores puede ser sancionada –y así ocurre habitualmente- mediante la amenaza, el despido o la degradación laboral. En vez de radicalizar las luchas políticas por unos derechos colectivos y, en particular, por la transformación de las relaciones de producción, dicho terror consolida la subordinación del trabajo al capital. Una de las consecuencias drásticas de este terror es la creciente adhesión al antisindicalismo, liderado por las federaciones empresariales. Al secundar este cuestionamiento, los trabajadores erosionan los órganos clásicos de representación que permiten presionar para un cambio real en las relaciones de trabajo. Aunque ciertamente hay que cambiar las prácticas sindicales dominantes, suprimir cualquier modo de organización representativo de los intereses colectivos de las clases trabajadoras, incide tanto en la destrucción de la solidaridad de clase como en el deterioro de la calidad de empleo.
  1. El deseo del trabajador parado por recuperar el trabajo (precarizado) que percibe como parte de su humanidad afianza un sistema que deshumaniza tanto a trabajadores como a no trabajadores. Perdiendo de vista otras dimensiones de la existencia social, el trabajador parado vive como privación no poder acceder a un trabajo precario que lo priva de dimensiones centrales de sí mismo. El estigma del paro se transfiere al sujeto que (sobre)valora lo que le falta y menosprecia lo que tiene. Aunque podría con Lafargue defender el derecho a la pereza (en una sociedad técnicamente preparada para reducir la jornada laboral) consideraría esa defensa como una broma pesada: su voluntad de trabajo, incluso si ese trabajo lo priva de su tiempo de vida, parece inamovible. Que la amplia mayoría de trabajos a los que puede aspirar estén marcados por la precariedad absoluta no parece ser impedimento para este deseo autonomizado con respecto a la necesidad específica de un medio de ingreso relativamente estable. La disposición de tiempo de vida es vivido como privación: un sobrante de la ausencia de tiempo de trabajo.
  1. En nuestra cultura del trabajo, el trabajador activo y el trabajador parado están atrapados por esta centralización del trabajo como dimensión identitaria. Así como los parados se sienten despojados de su «humanidad» ligada al trabajo, los trabajadores activos no dejan de sentirse negados a sí mismos en dicho proceso laboral. Si a uno le falta esa dimensión identitaria, al otro le sobra: no sólo hay problemas de desempleo, sino también de subempleo y sobreempleo. El desajuste entre trabajo y necesidades vitales se realiza en todos los casos. La falta o escasez de trabajo remunerado para algunos se convierte en un excedente de trabajo (no remunerado) para otros; en ambos casos, la apropiación de esa plusvalía por parte del no-trabajador se mantiene.
  1. En el capitalismo, los trabajadores se extrañan no sólo de otros trabajadores en activo (una de las dimensiones centrales del proceso de enajenación del trabajo) sino también de los trabajadores parados, vividos como amenaza a la propia estabilidad laboral. Los “profesionales” no son más que trabajadores intelectuales extrañados de otros trabajadores (reducidos al “trabajo manual”). Aunque puedan distinguirse diversas orientaciones en la producción social, la falacia instituida fija los presuntos “trabajos manuales”, ipso facto, como no cualificados, cuando en última instancia son meramente no-calificados. Que un trabajo no cuente con aval institucional (escolar o universitario) no lo descualifica sino, a lo sumo, lo desautoriza para las clases dominantes (situándolo en lo más bajo de una jerarquía laboral). La división social y sexual del trabajo, como condición de existencia del capitalismo, produce otras divisiones diversas, además de la referida antes: entre trabajadores locales y extranjeros, entre trabajadores y trabajadoras, entre temporales e indefinidos. El desconocimiento mutuo entre trabajadores en activo y parados se transforma en un reconocimiento hacia los propietarios.

Aunque no pueden derivarse de forma mecánica otras consecuencias, no hay dudas que estas tesis contribuyen a explicar algunos fenómenos crecientes: la lucha de pobres contra pobres, el aumento de múltiples formas de discriminación laboral (xenofobia, racismo, sexismo, entre otras) y modos sintomáticos de padecer la crisis (alcoholismo, suicidios, drogadicción, violencia de género y familiar, por mencionar algunas). No cabe desconocer la incidencia de una configuración cultural hegemónica que construye modelos de identificación distantes a las clases sociales mayoritarias, exaltando las cualidades que sólo una minoría social “distinguida” posee.

Con todo, estas cuatro tesis contribuyen a interrogar lo que significa hoy el «trabajo», incluso el que presupone el trabajo del pensamiento o el pensamiento como trabajo. Si trabajar es transformar socialmente una materia específica para convertirla en producto humano, esto es, actividad productiva, el trabajo del pensamiento no es sino una actividad conceptualizadora, irreductible al cálculo o al control de informaciones. El trabajo del concepto es elaboración reflexiva y crítica de unas significaciones sociales heredadas. La escasez de un trabajo intelectual crítico-reflexivo, que permita poner en cuestión las formas actuales del trabajo en el contexto capitalista, forma parte de la dificultad para elaborar un trabajo emancipado con respecto a la subalternización de las relaciones actuales de trabajo.

En un mundo político gobernado por expertos y administradores de la crisis de oportunidades sociales, poder dar cuenta de esas formas de dominación activa, contra las que se alzan resistencias y limitaciones externas históricamente cambiantes, forma parte del trabajo imprescindible para transformar lo existente. Las profesiones -y las nuevas profesiones derivadas de las ciencias sociales en especial- tienen un lugar central en la producción y transformación de esta formación social que, bajo el nombre de “democracia”, no hace más que apelar a una “tecnocracia” inequívocamente al servicio del capital empresarial y financiero.

Es nuestra tarea desplazarnos de esos lugares a los que somos llamados a ser desde el mercado capitalista. Desplazarse es participar en una interacción que pone en cuestión la subordinación unilateral de los sujetos profesionales al mercado. Supone más bien una intervención que incluye elementos políticos subversivos. En vez de expertos del ajuste y guardianes del orden que justifican sus decisiones políticas en nombre de presuntas necesidades técnicas, hay que invertir la relación, para que cada decisión técnica sea remitida al proyecto político al que responde.

También hay que hacer responsables a los que, en nombre de la responsabilidad, hacen política irresponsable desentendiéndose de sus consecuencias sociales. El animal político puede hacer política irracional, aunque cabe también la posibilidad de una política racional aberrante. La racionalidad de la política no necesariamente es una virtud, si se considera que las grandes fábricas del genocidio se crearon sobre la base de la razón técnica. Nada garantiza la buena vida que los humanos buscamos, pero sabemos que esa vida no puede ni debe estar determinada por la apropiación radicalmente desigual de la riqueza social. El acceso colectivo a condiciones materiales y simbólicas de vida más igualitarias es nuestra política de vida.

El animal político es irreductible al animal racional. Su acción política no se desprende lógicamente de una racionalidad universal, lo que no significa que no debamos dar cuenta de forma razonable de nuestra acción. En la actualidad, gobernados por la significación de un «dominio racional del mundo» (en términos de Cornelius Castoriadis), estamos erosionando otra significación social central en la modernidad: la significación de la autonomía individual y colectiva.

En vez de menospreciar lo irracional o lo arracional -las emociones, el universo-, propio de una razón instrumental que desprecia lo que no se le reduce sin violencia, es deseable un pensamiento que se autolimite en sus pretensiones de dominio, dando lugar a un diálogo con las emociones y pasiones humanas, con las fuerzas de la naturaleza -que no son meros recursos-, con los otros humanos.

El neoliberalismo pretende reducir los conflictos sociales a una competencia interindividual por la apropiación de beneficios económicos. En vez del interés por el bien común, sostienen que sólo existen homus economicus, sujetos calculadores y egoístas que sólo aspiran a su bienestar propio. Pero estas doctrinas necesitan desconocer cualquier atisbo de otra vida posible y reducir a meras fantasías otros proyectos político-existenciales.

Nosotros, en vez de adaptarnos dócilmente a las prescripciones mercantiles y administrativas, podemos lanzar un desafío que sólo está derrotado cuando ya nadie lucha. Mientras existan sentidos comunitarios que aspiren a una sociedad igualitaria (que no uniforme), habrá cuestionamiento de esta realidad histórica, no sólo mostrando su contingencia, sino construyendo desde el presente esa sociedad deseada.


Arturo Borra


(1) La existencia de “trabajadores pobres” muestra a las claras que en las condiciones presentes el acceso al trabajo no necesariamente supone acceso a una calidad de vida satisfactoria.

(2) Marx, Karl (1988): Antología, ed. Jacobo Muñoz, Península, Barcelona. Recordemos que el “trabajo enajenado” para Marx suponía al menos cuatro aspectos interrelacionados: I) la enajenación del trabajador en su relación con el producto de su trabajo (extrañamiento del producto), II) la enajenación con respecto a la actividad misma (extrañamiento de la producción), III) la enajenación del trabajador con el ser genérico del ser humano (extrañamiento de sí como ser genérico) y IV) la enajenación del ser humano con respecto a los demás (extrañamiento del otro).

jueves, 24 de noviembre de 2011

Indignaciones (I)


 
¿Hasta cuándo la primacía de un periodismo domesticado por sobre los periodistas críticos que se rebelan de sus servidumbres intelectuales? ¿Hasta cuándo la sumisión periodística a los poderes dominantes por sobre el compromiso ético y político con la investigación de la actualidad? ¿Hasta cuándo tendremos que soportar unos discursos de la información que desinforman, unos profesionales que, en nombre de la neutralidad, mienten sistemáticamente?

Contra el periodismo como ejercicio profesional de la desinformación, aquí una muestra de otras formas de concebir la práctica periodística, más allá de la opinión publicada. Para que no todo sea claudicación ante las estructuras existentes.

A.B.


viernes, 18 de noviembre de 2011

El 15M después del 20N: la revuelta como porvenir



En la Europa saqueada del presente, sobran razones para la indignación, empezando por la referencia ubicua a la «crisis» que, en ciertos discursos dominantes, suele usarse como pretexto para disipar la referencia más concreta a una escandalosa concentración de la propiedad y la renta y, en particular, para ocultar a los grandes beneficiarios de esta reestructuración sistémica.

A pesar de ese discurso de la crisis que todo lo explica, para muchos de nosotros resulta indisimulable el actual proceso de apropiación ilegítima de riqueza por parte de las oligarquías económico-financieras y políticas a nivel trasnacional. De forma similar, ya no les resulta tan fácil ocultar el autismo del sistema político ante las reivindicaciones ciudadanas, la estructura fiscal regresiva (en la que se desgrava a los propietarios y se grava sin miramientos a los asalariados), la inédita transferencia de recursos de las clases medias al sistema financiero, la destrucción del ya recortado estado de bienestar, el desempleo extendido y la precarización laboral generalizada, así como niveles de corrupción institucional y empresarial con pocos precedentes en las últimas décadas, la actuación delictiva de la banca, los privilegios de la monarquía y la institución católica, el uso demagógico de la xenofobia y el racismo, la política desinformativa de los medios masivos con respecto a las violencias sistémicas (y la amplificación de formas espontáneas de violencia callejera), por mencionar algunas cuestiones.

De ahí que en las condiciones actuales ninguna referencia genérica a la “grave situación” (lo cual es indudable para muchas personas y grupos) debería hacernos perder de vista que lo que está en juego es una reestructuración de largo alcance: la institucionalización de un régimen de excepcionalidad que da carta blanca a la arbitrariedad política. Si por un lado las autoridades políticas dominantes dan por presupuesta la necesidad de unas políticas de ajuste (reformas de pensiones, reformas laborales y constitucionales, recortes salariales, despidos en diferentes sectores públicos, etc.), por otro aceptan la legitimidad de unas políticas de salvataje al sistema financiero y a las grandes empresas, sin olvidar los subsidios millonarios a instituciones anacrónicas como la monarquía o representativas sólo de un credo particular como es el caso de la iglesia católica.

Lo excepcional en esta fase del capitalismo no es la parodia al estado democrático (invocado cínicamente para garantizar la impunidad a los responsables de la masacre diaria), sino la generalización de una lógica política binaria, en la que cualquier sujeto disidente se convierte en blanco de una vigilancia permanente por parte del estado policial, con independencia a los procedimientos jurídicos del declamado (pero no menos fallido) «estado de derecho». La fórmula de este régimen podría ser: “Hago lo que quiero y si te opones, tanto peor para ti”.

No debería sorprender la repetición de la «catástrofe» (ecológica y social) como imagen de nuestra época: forma parte de los efectos no previstos (aunque absolutamente previsibles) de unas políticas de concentración económica y devastación planetaria. Es parte de la crónica de una muerte (colectiva) anunciada. La infamia de justificar lo terrible en nombre del realismo y el sentido común, como una suerte de destino inexorable, se ha convertido en hábito por parte de las clases dominantes. Es una buena receta para eximirse de dar cuenta (pública) de sus actos.

Por lo demás, el desmembramiento de un ya debilitado estado de bienestar no debe leerse en términos puramente económicos, sino en clave política, como un reordenamiento que prepara las condiciones para una nueva fase de acumulación. Puesto que, en el caso de España, el “negocio del ladrillo” ha cumplido su ciclo, ahora “toca” el negocio de las privatizaciones (en primer lugar, de la sanidad y la educación públicas, aunque no solamente). Habría que apresurarse a señalar que la desfinanciación del estado de bienestar es correlativa a la financiación del estado policial y de la banca privada, requisitos indispensables para la gestión del saqueo colectivo.

Semejante cuadro situacional no puede más que activar, en una parte significativa de la ciudadanía, una indignación creciente. La consecuencia de esa sensibilidad es la producción de una resistencia tan activa como pacífica que ha estallado bajo el movimiento 15-M (en conmemoración a la primera movilización multitudinaria realizada el 15 de mayo de 2011 en diversas ciudades españolas). No se trata, desde luego, de un punto de arribo. Es, por el contrario, principio de una revuelta que se está gestando a nivel subterráneo, sin que sepamos en qué desembocará. En esa incertidumbre, sin embargo, una certeza se hace manifiesta: cada vez más, en el contexto mundial actual, luchar por otro mundo posible no es un lujo sino una cuestión de supervivencia. La internacionalización de la revuelta aparece en esta situación como una forma indispensable de afrontar globalmente la arremetida global del capitalismo (1). No se trata de nada remoto: es una apuesta contra la resignación, una manera de no limitarse a constatar el desastre cotidiano.

«Indignados» somos todos aquellos que nos sentimos damnificados por unos poderes concentrados que han convertido el mundo en una tierra de oportunidades (de negocios); es el nombre de la multitud despojada brutalmente de buena parte de sus logros históricos y sus derechos fundamentales (vivienda, trabajo, salud y educación, prestaciones sociales, por mencionar algunos).

Están, desde luego, los agoreros que cuestionan el movimiento 15-M por izquierda y por derecha (2): los que reducen ese movimiento a la pequeña burguesía afectada por la caída económica, entre el escepticismo cáustico y la nostalgia por los buenos viejos tiempos donde el partido dirigía a las masas (más o menos alienadas) y los que lo descalifican por anticapitalista, como si fuera evidente la incuestionabilidad de este orden social. Pero si algo caracteriza ese movimiento es la carencia de uniformidad ideológica y social. Por el contrario, se trata de una pluralidad de sujetos sociales orientados por algunas percepciones críticas en común con respecto a la realidad actual.

En este sentido, la hegemonía del neoconservadurismo no debería impedirnos ver las luchas políticas que en diversos puntos del planeta se están gestando de manera subrepticia, fuera de cámara, marginadas por los grandes medios masivos de (des)información. Impulsar una revuelta pacífica es, sencillamente, cosa de dignidad:no renunciar al deseo de un mundo social donde el sacrificio de masas ingentes no sea la moneda de cambio. Se trata de un deseo irrenunciable si no queremos habitar entre las ruinas (la guerra, el hambre, la explotación, el racismo, son otros de sus tantos nombres).

Aunque por décadas el despliegue de algunas políticas sociales permitieron atenuar las desigualdades inherentes a esta sociedad, la defensa de “un capitalismo con rostro humano” no deja de ser un oxímoron, esto es, una contradicción entre los términos. Por eso erosionar el neoliberalismo no puede ser nuestro objetivo final si lo que queremos es una sociedad justa, en la que la libertad humana no sea sistemáticamente reducida a libertad de mercado.

A pesar de la represión policial de la política como ejercicio del disenso, la posibilidad de una política democrática radical sigue intacta. Los riesgos de una restauración autoritaria del control están ahí, pero no tenemos más camino que quebrar el miedo en el que quieren encerrarnos. No cabe la resignación ni el conformismo. El “derecho a soñar” nace de la pesadilla a la que este sistema condena a millones de seres relativamente inermes y en cualquier caso desprotegidos. Nuestra ética asienta en la apuesta por un deseo razonable de que no sean los mercados globales quienes digitan nuestras formas de vida locales.

Nos movemos hacia la incertidumbre del porvenir pero desde la conocida injusticia presente. La promesa de otra vida en común es, también, apuesta por lo desconocido. Pero es un desconocimiento fecundo, que nos saca del conservadurismo del “más vale malo conocido que bueno por conocer”. ¿Aceptaremos la destrucción sistemática del planeta y millones de vidas arrasadas, en nombre del mal conocido, mientras los nuevos dioses laicos siguen montando sus festines obscenos?

Las ambigüedades que atraviesan al movimiento 15M están ahí. Quizás lleven razón quienes reprochan que entre sus filas no estén muchos de los más de cinco millones de parados que hay en España o que no haya roto con un discurso ciudadanista que evita un planteamiento abierto de clase. Pero hacer evaluaciones abstractas (no situadas) es erróneo. Lo que hay que considerar es desde dónde se parte y lo cierto es que el punto de partida era una preocupante inmovilidad sociopolítica ante la arremetida neoconservadora. En esas condiciones iniciales, el impulso entusiasta del 15M tiene suma relevancia, incluso si para articularse a nivel internacional tuviera que aceptar un proceso de desterritorialización, transformándose en un movimiento global de indignados.

También deberíamos cuidarnos de las lecturas que hacen del movimiento 15M un movimiento juvenil, como si la cuestión etaria tuviera una especial importancia en un proceso de deterioro que afecta, de manera diferencial, a todas las franjas de edad de las clases populares y medias. Pensar que se trata de una mera reacción defensiva de una “juventud” acosada por el estrechamiento de sus oportunidades vitales es borrar de estas protestas todo vestigio de antagonismo social (también de clase). Más ampliamente, se trata de un movimiento plural en el que la unidad no está dada por nada positivo (como un programa o una pertenencia social homogénea, por ejemplo) sino por una confrontación sostenida ante un sistema político, económico e institucional incapaz de dar una respuesta satisfactoria a las demandas de una ciudadanía considerada de segunda mano.

A pesar de las actuaciones represivas alrededor de los indignados de diferentes partes del mundo (desde EEUU hasta Grecia, pasando por Italia, Ucrania o Chile), la política del miedo ha fracasado: las calles se han convertido en el escenario de una práctica política impensable hace tan sólo meses. Quienes pensaban que este movimiento entraría en un proceso de descomposición o en una curva de declive se equivocaron con rotundidad: por situarme de forma exclusiva en España, el 15 de octubre superó toda manifestación previa, participando más de un millón de personas en diferentes ciudades.

Contra el “giro ético” (ese desplazamiento despolitizante), el movimiento de indignados ha apostado por una repolitización radical de la sociedad. Al desprecio a la democracia que los sujetos políticos y económicos dominantes muestran, el movimiento replica con una democratización radical.

El 15M plantea otra escena ante el espectáculo siniestro de nuestros amos. Estrictamente, no escenifica nada, sino que moviliza un inconsciente político revolucionario que no sabemos hasta dónde llegará. No tenemos ilusiones sobredimensionadas: la invención de una sociedad postcapitalista es algo difuso por el momento. Pero seguirá siéndolo si no imaginamos otras alternativas políticas. Al “optimismo de la voluntad” hay que sopesarlo con la memoria de las ruinas: la destrucción diaria de cientos de miles de vidas, marginadas de forma más o menos brutal de cualquier patrón mínimo de dignidad.

La probabilidad de naufragar es alta. Lo sabemos: tanto por problemas internos como por una tendencia ya presente a criminalizar a los disidentes. Pero no hay posibilidad de cambio sin ese riesgo. Al inmovilismo indiferente preferimos el estallido pacífico de quienes luchan de forma apasionada contra el hundimiento resignado de sus esperanzas.

Al deseo de dormir cabe contraponer el deseo lúcido de soñar, incluso si ese sueño no desembocara en una utopía unitaria. Son múltiples las dimensiones implicadas en esta práctica emergente: la carencia de líderes, la apuesta por la no-violencia, su modalidad asamblearia y desjerarquizada, su posicionamiento extrapartidario, su capacidad de autoorganización y autoconvocatoria, sus aportaciones críticas a un discurso de izquierda, el despliegue de una política del cuerpo marcada por la proximidad, la atención brindada a asuntos medioambientales, la pluralidad ideológica interpretada como condición de una democracia participativa, el uso alternativo de las tecnologías de la información y la comunicación y la participación persistente de una multiplicidad de plataformas ciudadanas, por mencionar las principales.

Suele señalarse como impugnación el hecho de que el movimiento 15M no ha cambiado nada de forma estructural. Pero ese señalamiento es una forma de miopía: cambiar las modalidades de la práctica política ya es un cambio estructural, por más insuficiente que se considere. No sólo agitó las aguas del estanque; instaló en la “agenda pública” debates impensados meses atrás, como la reforma del sistema electoral, la relación entre estado y economía, entre política y finanzas, o el vínculo entre medios de comunicación y gobierno. Hay otras conquistas más puntuales, pero lo decisivo es el cuestionamiento radical que está produciendo a un orden social que produce en masa excedentes humanos.

La rebelión en estas condiciones es un acto de dignidad. Nuestro porvenir se juega en esa revuelta que no acepta vivir de rodillas. Lo imprevisible llegó a nuestras vidas cotidianas, por más que los poderes dominantes se empecinen en conjurarlo. La impotencia de esos poderes amplía nuestro (contra)poder que se gesta no de la irradiación de una autoridad sino al abrigo de esos acontecimientos colectivos (3). No conocemos nuestro desenlace, pero lejos de ser una desventaja, pone en suspenso la certeza del desastre al que nos precipita este sistema.

Lo imprevisible está aconteciendo: si el derrotismo nunca fue nuestro aliado, el hartazgo moral y el despojamiento de oportunidades vitales pueden ser una combinación explosiva. La “economía moral de la plebe”, en palabras de E. P. Thompson, ha reingresado por la puerta de atrás (de la política). Los sin-parte han llegado también en países a los que seguimos refiriéndonos con el eufemismo de “primer mundo”. Pero como dice Naomí Klein ya no hay países ricos o pobres. Lo que hay son sujetos enriquecidos/ empobrecidos, según las coordenadas en las que nos movamos. En los sin-parte late una revuelta; es su última promesa.

Es falso que técnicamente no estemos en condiciones de construir otro mundo. Lo que falta es voluntad política. En vez de aceptar una (pseudo)democracia tutelada por los saqueadores, se trata de agrietar este muro blanco que nos acorrala. Nuestra oportunidad histórica se labra ahí: en esa multitud que desea despertar de este mal sueño en el que nos han sumido. Está todo por hacer. En cualquier parte donde late un deseo autónomo hay una grieta que se abre, con todo su potencial emancipatorio, incluso si esas palabras resultan sospechosas en un contexto que les ha quitado en buena medida su legibilidad.

Es seguro que el 20 de noviembre no habrá sorpresas en las elecciones presidenciales de España. Con un nivel de abstención y votos en blanco sin precedentes, una vez más habrá sustitución de partido de gobierno sin que se altere en lo más mínimo la anatomía bipartidaria del actual sistema político. Eso no es motivo para la decepción: precisamente porque seguirán empecinados en destruir cualquier vestigio de igualdad, allí estaremos, desafiando la desesperanza que traen.


Arturo Borra

(1) Para este punto, remito al lector al artículo “15 de octubre: por la internacionalización de la revuelta”, publicado en http://www.rebelion.org/noticia.php?id=137378.

(2) Puede encontrarse un análisis detallado en “Democracia y revuelta: la experiencia de ruptura del 15-M”, publicado en http://www.kaosenlared.net/noticia/democracia-revuelta-experiencia-ruptura-15-m.

(3) Para un análisis del 15M como acontecimiento, puede consultarse “Democracia y revuelta: apuntes sobre una política insumisa”, en http://archipielagoenresistencia.blogspot.com/2011/08/democracia-y-revuelta-apuntes-sobre-una.html.

viernes, 11 de noviembre de 2011

El 15-M: Trabajo y Sindicalismo -Ángel Calle



"Creo que la confluencia y el mutuo apoyo entre sindicalismo laboral, social y ecopolítico podrían ser las coordenadas del sindicalismo libertario del siglo XXI. El 15 M es, en este sentido, una oportunidad para abrirse, reaprender, volverse aparentemente paradójico, identificarse y negar la hegemonía de una identidad."
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Ángel Calle Collado
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¿Es el 15 M un fenómeno “nuevo”?
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El 15 M supone una sedimentación de prácticas y discursos que, en nuestro país, podemos rastrear desde finales de los 90: las protestas desobedientes en tiempo de elecciones como en la consulta deuda del 2000 o el 13 de marzo de 2004; toda la crítica a la llamada globalización desde cumbres alternativas y foros sociales; el reclaim the streets convertido en toma la plaza; dinámicas de lucha social en clave de barrios que se revitalizan; o las más recientes convocatorias sistemáticas de protestas sobre temas concretos (V de Vivienda, Malestar, Juventud sin Futuro, frente al Plan Bolonia, etc.), base primera de la manifestación que se lanzara desde Democracia Real Ya.

Como sus predecesores, el 15 M mantiene y saca lustre a la “hipersensibilidad frente al poder”, propio de los Nuevos Movimientos Globales que se leen en la democracia radical como sustrato (horizontalidad, deliberación) y opción de crítica (democracias desde abajo). Las nuevas formas de protesta y movilización comparten en gran medida el lema zapatista de “los rebeldes se buscan”. Al afirmar rebeldía se afirma, elemento común a los Nuevos Movimientos Globales como el 15 M, que se aparcan debates dialécticos, en un intento de trascenderlos no de obviarlos, como el de reforma o revolución, vanguardia o masas, presente o futuro para afirmarse en dinámicas de encuentro, de antagonismos que contemplan operar fuera y operar dentro de los sistemas sociales criticados. Este y sinérgico es muy importante. Porque en la izquierda más clásica (marxismos y anarquismos), así como en los movimientos de la diversidad y la autonomía de los 70 (ecologismo, pacifismo, feminismo, okupación), el o era central y creaba disyuntivas: o eras de un bando o de otro, o afirmabas esta utopía y estas herramientas “revolucionarias” o afirmabas otras, o estabas o no estabas, etc. Y además, el añadido “se buscan” ha invitado a rebajar tensiones e incluso rencillas de viejos espacios, así como a reaprender códigos políticos y vitales. La idea de proceso está en el sustrato y el horizonte. Las construcciones son lentas pero, como dicen también en Chiapas, “porque vamos lejos”.
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¿Qué compone el 15 M?
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Bajo el 15 M se aúnan críticas materiales (precariedad, pacto del euro) y expresivas (lo llaman democracia y no lo es). Pero lo novedoso, lo catártico del 15 M, es su capacidad de atracción del descontento disperso, la facilidad para transformar la indignación en potencial de articulación desde la diversidad y su templanza para proponer procesos de participación y de protesta que no generan ansiedades en sus integrantes si no ilusión por iniciar una “segunda transición”, esta de carácter civil y sin pactos de élites de por medio.
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La convergencia emocional se da desde la cohesión del 15 M alrededor de tres patas de protesta, núcleos de acción y reflexión muy versátiles y, hasta ahora, de fuerte solidaridad entre sí. Se trata de los fenómenos toma la plaza (acampadas, reclama las calles); la estructura de Democracia Real Ya (como red virtual-localizada); y como elemento que se torna más masivo, las coordinadoras de barrios (comisiones, mesas, asambleas). Con sus ritmos y con sus contextos estos instrumentos componen una sinfonía inspirada en democracias desde abajo o emergentes.
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De esta manera, para los y las más jóvenes el 15 M es ante todo un proceso de socialización política en estas rebeldías. Y para las personas con más experiencia, es un espacio que suele reconocer las aportaciones, escuchar otros códigos y, por todo ello, permitir un encuentro intergeneracional e intercultural que no podía pensarse a principios del año dos mil, en pleno auge de las llamadas protestas “antiglobalización”.
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¿Qué relaciones existen entre el 15 M y el mundo del trabajo?
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El 15 M es un espacio muy heterogéneo donde la crítica expresiva y más establecida (queremos que funcione la democracia participativa) ha sido colocada (por activistas y por medios de comunicación) como banderín de enganche.
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Sin embargo, a poco que el 15 M ha pasado de desperezarse a ponerse en marcha, vemos que en su ruta se ha ido cruzando la agenda social como ejemplifican la convocatoria del 19 de Junio y el rechazo de la Europa eurocratizada; la presión sobre el Parlament de Catalunya cuando se estaba a punto de aprobar la llamada Ley omnibus plena de privatizaciones y recortes sociales; y también las acciones directas para impedir deshaucios que han tenido una fuerte repercusión social. ¿Ha entrado el trabajo en esta ruta abierta que va generando el “gobierno de los muchos” donde las vanguardias y las agendas preprogramadas generan rechazo? Pienso que sí, aunque también va a ritmo lento y en unas direcciones discursivas y organizativas que son, a su vez, una crítica implícita y constructiva a las formas de organización sindical más tradicionales.
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En primer lugar, la precariedad laboral y el desempleo están en el meollo del descontento que galvaniza el 15 M. Las acampadas se llenaron de descontentas que, infelizmente, disponían de tiempo suficiente: la precariedad laboral (empleo) y vital (acceso a vivienda) estaba ya recorriendo sus vidas. Más explícitamente, y aparte de las rutas de protestas sobre condiciones sociales y laborales que señalábamos anteriormente, ha habido una gran cantidad de discursos (manifiestos, trabajos en comisiones, textos de reflexión y debate) que han apuntalado las razones laborales de esta protesta. El manifiesto inicial de Democracia Real Ya establece un rechazo del “obsoleto y antinatural modelo económico” y apela, entre otras cosas, a la protección de derechos sociales básicos, en torno al trabajo o la vivienda. Aunque aún como propuestas abiertas, en la comisión de la acampada en Sol dedicada a temas de Economía se exigía “que se sometan a referéndum vinculante la última reforma laboral y de las pensiones”. Minoritarios espacios, en efecto, pero existen intentos de enlace alrededor del 15 M para “organizar la solidaridad con todos los trabajadores que están luchando contra despidos, EREs, cierres y recortes de salario y condiciones de trabajo”, como reza el II Encuentro de trabajadores y empresas en lucha que se organiza para el 2 de julio en Plaza Catalunya. También desde el 15 M surgen voces para componer una crítica no patriarcal del trabajo y del capitalismo. En comisiones de Feminismo y Feministas Indignadas se pone sobre la mesa la necesidad ir más allá del “trabajo mercantilizado”, y problematizar el conjunto de la reproducción y los cuidados sociales como parte de esa esfera laboral. Una esfera donde la mayor parte de dichos cuidados son invisibilizados y recaen sobre mujeres.
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Por último, las asambleas barriales han servido para el encuentro entre militancias más clásicas (vecinales, sindicales) y personas que buscaban canalizar su descontento, jóvenes y no tan jóvenes, aquella ciudadanía que “no encontraba” su sitio para manifestar una crítica social desde su entorno. Aquí han emergido propuestas más locales, como creación de huertos urbanos o equipamientos sociales. Pero también se ha conectado con ese sindicalismo más territorializado que ha estado detrás de las marchas del 19 J, ya que esta convocotoria, no lo olvidemos, surge de las asambleas de trabajadores y trabajadoras que se conformaron en la huelga general del 29 de septiembre. Si este encuentro permite otras sinergias, abrir debates sobre cuestiones de precariedad, trabajo y organización sindical, está aún por ver. Pero es un paso.
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Reconociendo obstáculos
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Los anteriores pasos no están exento de retos. Algunos de los más jóvenes tienen una crítica global al mundo del trabajo y encuentran en otros espacios de autogestión sus ganas de realizarse, compartir, luchar socialmente. No son mayoría, pero ciertamente son quienes están más en la dinámica de movilización más activa a escala de barrios en este 15 M. Ambos sectores (sindicalismo y mundo más situacionista) podrían coincidir en implantar un sindicalismo social que se abre a la organización de la crítica laboral desde los barrios, sea para intervenir localmente, sea para crear climas sociales favorables a intervenir desde los puestos de trabajo. También parte de crítica pasa del fondo hacia la formas. Se considera que las estructuras ejecutivistas del sindicalismo clásico es un impedimento para hacerse referente de una precariedad que reclama participación más directa y procesos de transformación social amplios. De ahí que en la comisión Laboral de Acampada Sol podamos leer un documento de discusión sobre representaciones laborales directas a través de un “sindicalismo sin sindicatos”. En las formas también, el hecho de organizaciones cargadas de memoria y culturas políticas propias que se ven como “equipos de rugby” cuando acuden organizadamente a estas asambleas, donde la frescura de quienes llevan menos tiempo, contrasta con las armaduras discursivas y simbólicas de las personas más veteranas. Lo cual no entra en contradicción con afirmar que el 15 M está plagado de espacios “que escuchan” y donde las propuestas más reflexionadas o veteranas tienen hueco, sean asambleas o espacios de formación.
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Mirando al interior del 15 M, este espacio tiene ante sí responsabilidades y retos propios en este tema de encontrar convergencias entre sus denuncias y un (nuevo) sindicalismo laboral. Temáticas vitales, como la vivienda, tienen una cabida fácil en las tres formas de acción de este espacio. El trabajo, no tanto. El toma la plaza es demasiado “líquido” o “efímero” como para plantear luchas sociales consistentes más allá de eventos puntuales. La dinámica on/off y de experimentación personal (my profile) del mundo facebook muestra aquí su dificultad para salir de la inestabilidad y la corrosión de vínculos que denuncia. Y el discurso de la precariedad en las calles es aún complaciente con las estructuras económicas que lo impulsan. Desde barrios existen experiencias positivas de articulación entre el 15 M y asambleas de trabajadores, pero aún precisaría de tiempo para impulsar un sindicalismo social; al margen de que la dinámica de corrosión de vínculos afecta también a barrios y pueblos, convertidos en almacenes de personas aisladas o que usan su vivienda para dormir y poco más.
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Por otro lado, las “viejas recetas” no son solución para tender puentes entre el 15 M y la crítica sindical. El lanzamiento de convocatorias muy en clave identitarias (sindicato convocante, manifiesto muy específico y cerrado, organización desde arriba y centralizada, acción muy programada), como encuentros de personas paradas, manifestaciones o marchas sindicales, no genera ni la ilusión ni la articulación que hay detrás de la cultura política del 15 M: rebeldía sin siglas (no autorreferencial), procesos antes que programas prediseñados, sinergias desde la calle que se convierte en ágora y no tanto desde lugares “fragmentados” como el trabajo o la crítica temática (material o expresiva o de relaciones con la naturaleza).
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Con todo, el 15 M y algunas voces que han planteado desde dentro una “huelga general” ha servido para fotografiar la pasividad de los grandes sindicatos. Pero el “gobierno de los muchos” no tomará decisiones en la línea de marchas, manifestaciones o huelgas si no entronca con sus raíces de apertura y democracia (radical), por más que en su interior se organicen corrientes políticas con métodos clásicos de articulación.
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¿Hay espacio para un sindicalismo libertario alrededor del 15 M?
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El mundo fordista facilitaba concentraciones obreras y emergencias sindicales. El mundo de los vínculos mercantilizados crea tribus sociales a través del consumo, deslegitima las reclamaciones colectivas de derechos sociales y dificulta que sedimenten lazos sociales entre los descontentos. La crítica sindical, por tanto, será crítica de esa corrosión de vínculos o no será. Y deberá hacerlo atendiendo a propuestas que den autonomía a quienes quieran (auto)organizarse. Cercanía en las decisiones y politización global de necesidades básicas serán elementos de nuevas formas sindicales. Pierden credibilidad aquellos sindicatos que operan sólo para trabajadores “fijos”, se encuentran al margen (personal o colectivamente) de procesos locales de lucha, y no mantienen propuestas globales de democratización desde abajo, dentro y fuera de las organizaciones.
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Por todo ello, atendiendo a algunas señas de identidad del sindicalismo libertario, parece que hay espacios y razones para la mutua permeabilidad. El sindicalismo libertario y el 15 M comparten su “hipersensibilidad frente al poder” y la propuesta de construir otros mundos desde abajo. Además, el 15 M parece que estará necesitado en el futuro de resolver cuestiones sobre cómo articularse en torno a otras problemáticas y otros actores. A poco que la crítica a la democracia vaya asentándose y tomando formas (diversas), algunas corrientes señalarán directamente temas de precariedad laboral (como hoy se señalan temas de vivienda) o de situación de la población inmigrante. De la capacidad y de la generosidad que manifiesten sindicatos de matriz libertaria para apoyar el desarrollo de estas corrientes dependerá, en gran parte, que en núcleos como toma la plaza o barrios, base fundamental del “gobierno de los muchos” en el 15 M, encuentre coherente y deseable profundizar en la crítica económica y laboral.
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Por otro lado, el 15 M también lanza interpelaciones a las propuestas de un sindicalismo alternativo, sea éste revolución o metamorfosis de las tradiciones más fordistas. Opino que, considerando el ascenso de estos Nuevos Movimientos Globales (internacionalistas, de mirada global a los problemas, con expresiones de democracia radical en su base), este sindicalismo libertario habría de configurarse alrededor de tres grandes frentes, de fuerte retroalimentación y solidaridad entre sí. En primer lugar, el sindicalismo laboral, propio de los lugares de trabajo donde pueden tejerse vínculos de descontento muy focalizados en torno a las condiciones laborales. El sindicalismo social, que toma el lugar de residencia como espacio viable para reconstruir vínculos entre descontentos, y que aborda la cuestión del trabajo como transversal así como localizada (empresas y relaciones económicas que se dan en el pueblo o barrio). Y por último, un sindicalismo ecopolítico, que genera organización social uniendo temas laborales con dinámicas de poder que están destruyendo la posibilidad de una vida (digna) en el mundo. Aquí hablamos de propuestas en clave antipatriarcal, con conciencia de especie (crítica medioambiental), en temas de dominación planetaria, etc.
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Creo que la confluencia y el mutuo apoyo entre sindicalismo laboral, social y ecopolítico podrían ser las coordenadas del sindicalismo libertario del siglo XXI. El 15 M es, en este sentido, una oportunidad para abrirse, reaprender, volverse aparentemente paradójico, identificarse y negar la hegemonía de una identidad. Las organizaciones deberán ser complejas y emergentes, aprendiendo continuamente desde abajo, desde los márgenes, o no conectarán con las nuevas culturas políticas.
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Ángel Calle Collado, CGT y editor de Democracia Radical (Icaria, 2011), artículo, publicado en Rojo y Negro 248, de julio-agosto 2011, que ensaya posibles líneas de proximidad entre el movimiento 15-M y el sindicalismo libertario.

martes, 8 de noviembre de 2011

«Ocupemos el futuro» -Noam Chomsky



Pronunciar una conferencia Howard Zinn es una experiencia agridulce para mí. Lamento que él no esté aquí para tomar parte y revigorizar a un movimiento que hubiera sido el sueño de su vida. En efecto, él puso buena parte de sus fundamentos.

Si los lazos y las asociaciones que se están estableciendo en estos notables eventos pueden sostenerse durante el largo y difícil periodo que les espera –la victoria nunca llega pronto–, las protestas de Occupy podrían representar un momento significativo en la historia estadounidense.

Nunca había visto nada como el movimiento Occupy, ni en tamaño ni en carácter. Occupy está tratando de crear comunidades cooperativas que bien podrían ser la base para las organizaciones permanentes que se necesitarán para superar las barreras por venir y la reacción en contra que ya se está produciendo.

Que el movimiento Occupy no tenga precedentes es algo que parece apropiado, pues esta es una era sin precedentes, no sólo en estos momentos, sino desde los años setenta.

Los años setenta fueron decisivos para EEUU. Desde que se creó el país, este ha tenido una sociedad en desarrollo, no siempre en el mejor sentido, pero con un avance general hacia la industrialización y la riqueza.

Aun en los periodos más sombríos, la expectativa era que el progreso habría de continuar. Apenas tengo la edad necesaria para recordar la Gran Depresión. A mediados de los años treinta, aunque la situación objetiva era mucho más dura que hoy, el espíritu era bastante diferente. Se estaba organizando un movimiento obrero militante –con el Congreso de Organizaciones Industriales (CIO) y otros– y los trabajadores organizaban huelgas con plantones, a un paso de tomar las fábricas y manejarlas ellos mismos.

Debido a las presiones populares, se aprobó la legislación del New Deal. La sensación que prevalecía era que saldríamos de esos tiempos difíciles.

Ahora hay una sensación de desesperanza y a veces de desesperación. Esto es algo bastante nuevo en nuestra historia. En los años treinta, los trabajadores podían prever que los empleos regresarían. Ahora, los trabajadores de manufactura, con un desempleo prácticamente al mismo nivel que durante la Gran Depresión, saben que, de persistir las políticas actuales, esos empleos habrán desaparecido para siempre.

Ese cambio en la perspectiva estadounidense ha evolucionado desde los años setenta. En un cambio de dirección, varios siglos de industrialización se convirtieron en desindustrialización. Claro, la manufactura siguió, pero en el extranjero; algo muy lucrativo para las empresas, pero nocivo para la fuerza de trabajo.

La economía se centró en las finanzas. Las instituciones financieras se expandieron enormemente. Se aceleró el círculo vicioso entre finanzas y política. La riqueza se concentraba cada vez más en el sector financiero. Los políticos, ante los altos costes de las campañas, se hundieron más profundamente en los bolsillos de quienes los apoyaban con dinero.

Y, a su vez, los políticos los favorecieron con políticas beneficiosas para Wall Street: desregulación, cambios fiscales y relajamiento de las reglas de administración corporativa, lo cual intensificó el círculo vicioso. El colapso era inevitable.

En 2008, el Gobierno salió una vez más al rescate de empresas de Wall Street que supuestamente eran demasiado grandes para quebrar, con dirigentes demasiado grandes para ser encarcelados.


Ahora, para la décima parte del 1% de la población que más se benefició de todos estos años de codicia y engaños, todo está muy bien.


En 2005, Citigroup –que, por cierto, ha sido objeto en repetidas ocasiones de rescates por parte del Gobierno– vio en el lujo una oportunidad de crecimiento. El banco distribuyó un folleto para inversionistas en el que los invitaba a poner su dinero en algo llamado el índice de la plutonomía, que identificaba las acciones de las compañías que atienden al mercado de lujo.


“El mundo está dividido en dos bloques: la plutonomía y el resto”, resumió Citigroup. “EEUU, Gran Bretaña y Canadá son las plutonomías clave: las economías impulsadas por el lujo”.

En cuanto a los no ricos, a veces se los llama “la periferia”: el proletariado que lleva una existencia precaria en la periferia de la sociedad. Esa periferia, sin embargo, se ha convertido en una proporción sustancial de la población de EEUU y otros países.

Así, tenemos la plutonomía y el precariado: el 1% y el 99%, como lo ve el movimiento Occupy. No son cifras literales, pero sí es la imagen exacta.

El cambio histórico en la confianza popular en el futuro es un reflejo de tendencias que podrían ser irreversibles. Las protestas de Occupy son la primera reacción popular importante que podría cambiar esa dinámica.

Me he ceñido a los asuntos internos. Pero hay dos peligrosos acontecimientos en la arena internacional que opacan todo lo demás.

Por primera vez en la historia, hay amenazas reales a la supervivencia de la especie humana. Desde 1945 hemos tenido armas nucleares y parece un milagro que hayamos sobrevivido. Pero las políticas del Gobierno de Barack Obama y sus aliados están fomentando la escalada.

La otra amenaza, claro, es la catástrofe ambiental. Por fin, prácticamente todos los países del mundo están tomando medidas para hacer algo al respecto. Pero EEUU está avanzando hacia atrás. Un sistema de propaganda, reconocido abiertamente por la comunidad empresarial, declara que el cambio climático es un engaño de los liberales. ¿Por qué habríamos de prestarles atención a estos científicos?

Si continúa esta intransigencia en el país más rico y poderoso del mundo, no podremos evitar la catástrofe.
Debe hacerse algo, de una manera disciplinada y sostenida. Y pronto. No será fácil avanzar. Es inevitable que haya dificultades y fracasos. Pero a menos que el proceso que está ocurriendo aquí y en otras partes del país y de todo el mundo continúe creciendo y se convierta en una fuerza importante de la sociedad y la política, las posibilidades de un futuro decente serán exiguas.

No se pueden lanzar iniciativas significativas sin una base popular amplia y activa. Es necesario salir por todo el país y hacerle entender a la gente de qué se trata el movimiento Occupy; qué puede hacer cada quién y qué consecuencias tendría no hacer nada.

Organizar una base así implica educación y activismo. Educar a la gente no significa decirle en qué creer: significa aprender de ella y con ella.

Karl Marx dijo: “La tarea no es sólo entender el mundo, sino transformarlo”. Una variante que conviene tener en cuenta es que, si queremos cambiar el mundo, más nos vale entenderlo. Eso no significa escuchar una charla o leer un libro, si bien eso a veces ayuda. Se aprende al participar. Se aprende de los demás. Se aprende de la gente a la que se quiere organizar. Todos tenemos que alcanzar conocimientos y experiencias para formular e implementar ideas.

El aspecto más digno de entusiasmo del movimiento Occupy es la construcción de vínculos que se está dando por todas partes. Si pueden mantenerse y expandirse, el movimiento Occupy podrá dedicarse a campañas destinadas a poner a la sociedad en una trayectoria más humana.

N.Ch.

[Este artículo está adaptado de una charla de Noam Chomsky en el campamento Occupy Boston como parte de una serie de conferencias en memoria de Howard Zinn (historiador, activista y autor de A People’s History of the United States)].

miércoles, 26 de octubre de 2011

La educación pública a debate (II): por una pedagogía crítica

 
I. Dos concepciones educativas en disputa

Dentro del ámbito educativo, especialmente en el campo universitario, resulta previsible la creciente incertidumbre con respecto a las posibilidades profesionales de los egresados, en el contexto de mercados de trabajo en crisis. Es típico, en ese punto, que la incertidumbre quiera ser reducida con la exigencia tramposa que se traduce en “más práctica y menos teoría”. Y es tramposa porque en nombre del “pragmatismo” se identifica el pensamiento crítico con un ejercicio carente de valor, cuando es, por el contrario, condición para concebir otras alternativas sociales y políticas más justas e igualitarias. Si el culto a lo dado favorece a los sujetos privilegiados del presente, atenerse a las prácticas profesionales actuales es aceptar de forma ciega la servidumbre intelectual.

En esa situación, algunas preguntas se hacen recurrentes: ¿qué responsabilidades y oportunidades tienen los profesionales egresados, especialmente aquellos perfiles ligados a las ciencias sociales? ¿Es posible obtener un trabajo remunerado que coincida con las expectativas y aspiraciones profesionales y personales? ¿Debería ajustarse la formación teórica y técnica a las demandas de potenciales empleadores?
Los profetas del mercado pretenden que esos interrogantes tienen su mejor respuesta en una simple claudicación del pensamiento: aceptar sin más el credo de que este mundo es el mejor de los posibles y, por tanto, que todos estos embrollos se disuelven si se acepta la configuración sociolaboral existente. Quienes descreemos radicalmente del credo de la autorregulación de los mercados y de su justicia inherente no tenemos más camino que proponer un proyecto de ciudadanía inclusivo y democrático, aunque el término "ciudadanía" esté en el tapete como tantos otros, no sólo por tratarse de un concepto ambivalente, sino porque oculta la realidad más primaria de las clases sociales.

Si bien más adelante volveré sobre ese término, quisiera detenerme sobre dos discursos pedagógicos que, en el presente, parecen instalarse, respectivamente, como las únicas perspectivas en disputa, especialmente en el ámbito universitario. El primero de ellos plantea que los sujetos educativos, especialmente los egresados universitarios, desde las ingenierías a las humanidades y las ciencias sociales, deben limitarse a desempeñar una labor técnica, propia de especialistas en determinado dominio de saber científico. Se trata de un planteamiento que concibe a la universidad –«pública» sólo para las clases propietarias, lo que es un oxímoron- como un espacio de producción de expertos. A este continente ideológico podemos identificarlo con el «profesionalismo», en tanto pretende fijar una relación puramente técnica con el mundo laboral, en la que el sujeto se representa como neutral con respecto a las finalidades políticas. Eso explica que sea infrecuente, dentro de esta perspectiva, la alusión al bien común, a la responsabilidad pública de los intelectuales, al desarrollo de las capacidades reflexivas y críticas, al desarrollo cultural y social o al compromiso con los intereses sociales mayoritarios. La mención excepcional de estas dimensiones extraeconómicas no debería inducir a engaño, no sólo porque se trata de mera demagogia, sino porque no constituye más que un elemento lateral dentro de una retórica privatista que liga el bienestar al crecimiento empresarial.

La funcionalidad económica de este discurso es clara: se apunta a fabricar individuos políticamente inactivos o, como suele decirse, de aportar “recursos humanos” cualificados al sistema económico, esto es, de producir mano de obra calificada que responda de forma acrítica a los intereses de las organizaciones privadas, reducidas de forma sospechosa a la actual lógica de la empresa, esto es, a una invariante institución capitalista.

Una segunda perspectiva, que opera de forma menos consensuada pero que a menudo se invoca como la única alternativa crítica, sostiene punto a punto lo contrario: la universidad debe apuntar, por sobre cualquier otra prioridad, a la excelencia académica, a la producción de conocimiento científico y filosófico y a lo que en, en una terminología equívoca, se insiste en remitir a la “investigación básica”. El modelo de sujeto que de ello resulta es un «sujeto puro» (independiente a la experiencia histórica), ligado a una concepción del conocimiento abstracto, desvinculado del mundo de los intereses prácticos. Esta configuración puede denominarse «academicismo» por una doble razón: primero, considera la academia como centro exclusivo de la producción intelectual y, segundo, plantea la supremacía de la teoría por sobre la práctica, desconociendo por “inauténtico” el compromiso –a mi entender, ineludible- de la educación universitaria en la construcción de un mundo social más justo.

Para despejar un malentendido: el academicismo no consiste en defender la centralidad del conocimiento; de maneras distintas, lo hacen todas las posiciones en disputa. La especificidad radica en la finalidad abstracta que le asigna tanto a la enseñanza como a la investigación; a saber, acumular saberes eruditos, sin ningún vínculo explícito con lo extra-académico. La investigación “desinteresada” de la verdad, en verdad, está planteando un interés encubierto por producir discursos despolitizados. En otras palabras, se celebra la teoría como una construcción válida en sí misma. Por eso también el academicismo se ha planteado como «teoricismo», una celebración del pensamiento a secas, más allá de su valor práctico y de su capacidad de dar cuenta de algo que no sea el pensar mismo. Aunque en el campo económico esta posición es denostada, dentro del campo educativo -especialmente del campo universitario- parece la más consensuada al momento de replicar al profesionalismo.

El academicismo, sin embargo, no desborda lo que Horkheimer llamaba «teoría tradicional»: una visión que se pretende depurada de interés y desatiende, así, los intereses vitales que entran en juego en la producción teórica. Desplazarse hacia el campo de una «teoría crítica», en este sentido, supone reflexionar por los intereses cognoscitivos que están presentes en la práctica pedagógica e investigativa. Más concretamente, desconoce nuestros compromisos prácticos y en particular, nuestra eventual implicación en un horizonte emancipatorio. En este punto, más que un interés puramente técnico o teórico, lo que nos interesa es la producción de conocimientos y valores en el marco de una educación orientada a la autonomía.

Si el límite más pronunciado del profesionalismo es el carácter puramente instrumental que le asigna al campo educativo, la perspectiva academicista recae en una forma de idealismo, abstrayendo los saberes de sus condiciones de existencia y, por ende, denegando su implicación ética y política. Se desentiende así del horizonte de intervención al que habilita la producción de conocimientos específicos y reafirma una más vasta tendencia al auto-encierro de los intelectuales, al desentendimiento de realidades sociales drásticas en la que dicha producción se inscribe. La despreocupación por lo que es simultánea e indivisiblemente intelectual y político deriva en indiferencia ante la injusticia y penuria cotidianas. La actual proliferación de objetos teóricos auto-referenciados, constituidos en discursos especializados en las minucias de las disciplinas científicas es un claro indicio de que este horizonte academicista sigue teniendo una cierta importancia residual en el ámbito académico.

En ambos casos, un supuesto purismo económico –es decir, la defensa de un intelectual-experto en el mercado económico- y un supuesto purismo teórico –ese otro experto de la abstracción intelectual en el mercado académico- obstaculizan la necesaria “contaminación” de los sujetos intelectuales como agentes que intervienen en la construcción del mundo histórico concreto. La noción de «contaminación», sin embargo, connota un estado segundo en relación con una presunta “pureza originaria”. Pero esta pureza originaria es un mito: cada uno de los discursos mencionados son producto de posicionamientos políticos que nacen de específicas relaciones de sentido y no pueden sustraerse de hibridaciones constitutivas. Vinculados a nuestros intereses primarios (ligados al mundo de la vida), no se trata de depurar los discursos, sino de objetivarlos, es decir, remitirlos a sus condiciones de producción para conocer su posición específica en un campo de lucha simbólica. Todo el lenguaje de la pureza y de las esencias no hace más que convertir en necesidad lo que es efecto de una decisión política: instituir de un modo determinado la educación pública.

En tanto toda identidad es relacional, esto es, en tanto toda posición de sujeto se constituye a partir de un sistema diferencial (para decirlo con Laclau y Mouffe), el desnivelamiento es constitutivo y no podemos ya reclamar de forma válida una separación radical entre saber y poder o educación y política. A pesar de sus críticas a la mercantilización del conocimiento, el academicismo no escapa a la pretendida separación entre lo “intelectual” y lo “político”: consagra la erudición, basada en la exhaustividad del especialista y, no con menos frecuencia, en sus polémicas con adversarios satisfechos de sus pequeños universos intelectuales. (Eso es evidente en algunos casos y las tendencias estetizantes o moralizantes que suelen atravesar a este tipo de posiciones intelectuales son indicio de ello).

Dicho lo cual, lo que hay que elucidar son las finalidades que asignamos, de derecho, a la educación pública. Distinguir en el campo universitario entre «investigación», lo que se ha dado en llamar de forma equívoca «extensión» y el campo de la «docencia» no esclarece demasiado: ninguna de esas actividades constituye una finalidad en sí misma. Lo relevante es preguntamos para qué queremos conocer, para qué queremos formar y para qué queremos interactuar con otros sectores sociales. Formular de forma crítica los objetivos de conocimiento es poner en suspenso la evidencia atribuida a esas actividades, remitiendo esas finalidades a contextos históricos concretos.

Debemos, por tanto, remitirnos a la formación social específica que es condición de existencia de toda educación. En tanto compleja red de relaciones de poder y sentido entre diferentes clases y grupos sociales, una formación social es irreductible a un conjunto de individuos atomizados. La pretensión de ser apolítico –y esa pretensión es común al academicismo y al profesionalismo- no hace más que ocultar las disputas simbólicas y económicas que se producen en las prácticas instituyentes, sin poner en cuestión en lo más mínimo la voluntad de maximizar el beneficio económico e intelectual.

La implicación profunda de estos discursos tan despolitizados (1) como políticos consiste en centrar el mercado económico e intelectual como instancia de validez: la aceptabilidad de nuestro trabajo (profesional, teórico) dependería en última instancia -desde estas perspectivas- de que nuestros empleadores y nuestros pares valoren nuestras concepciones y realizaciones. Tras una retórica purista o liberal, ponen el acento en el nivel de la demanda. Incluso si se alega que el academicismo no es necesariamente individualista el pasaje al colectivismo no resuelve nada: se puede sostener que la comunidad universitaria sólo puede lograr la excelencia académica sobre la base de un trabajo colectivo y, sin embargo, la idea de una separación entre lo académico y lo político sigue manteniéndose. En otras palabras, no se plantea ninguna articulación constitutiva con la formación social como su condición de posibilidad (2).


II- El profesionalismo como neoconservadurismo

Si en la actualidad el profesionalismo aparece como el modelo educativo socialmente más valorado, ello se debe, en primer lugar, a que es correlativo al neoconservadurismo como configuración hegemónica. Avanzar en su crítica sistemática forma parte de las luchas teórico-políticas que necesitamos para contribuir a erosionar el orden social actual. Puesto que las ideas constituyen fuerzas materiales la crítica al modelo profesionalista resulta prioritaria desde una dimensión estratégica.

En el contexto actual, el academicismo es una forma de retirada ante el modelo educativo dominante: constituye una réplica elitista desfasada (3). Por contra, el profesionalismo es la punta de lanza del neoliberalismo, que reduce la libertad de cátedra a la sujeción a los imperativos sistémicos. El eslogan de la libertad de mercado se materializa en un mercado de la libertad: es libre quien paga, quien tiene poder para pagar sus elecciones. Ese eslogan, sin embargo, apenas describe el núcleo de este programa que ya nada tiene de nuevo y que requiere, sin embargo, ser diferenciado del liberalismo decimonónico. La apología del “mercado de la competencia perfecta” o de la “libre competencia” –y lo sabemos tras experiencias históricas funestas- tiene como contracara la desprotección de ciudadanos “pobres” –sistemáticamente relegados al lugar de no-ciudadanos o de ciudadanos de segunda mano-, la desocupación de trabajadores manuales –“no calificados”- desplazados por las nuevas tecnologías de la producción y la marginación de los sectores sociales que están sujetos a las fluctuaciones estructurales de la economía capitalista, por circunscribirnos a una dimensión económica, la explotación de los trabajadores –manuales e intelectuales- y la subocupación de millones de personas que siguen empobrecidas. No menos central resulta la exclusión escolar de una masa social que no puede acceder a un servicio semiprivatizado, la muerte extendida de poblaciones enteras, víctimas de los señores de la guerra y la industria del crimen, el desentendimiento de las franjas sociales que no encajan en la población económicamente activa, la destrucción medioambiental, entre otras cuestiones de primer orden. Dentro de la eficacia del neoliberalismo –como ideología legitimatoria del capitalismo- no debemos excluir la represión más o menos brutal a movimientos sociales de signo diverso, desde altermundistas a indignados.

De forma específica, las consecuencias sobre el campo educativo de esas políticas neoliberales es inequívoco: acentuar la desigualdad social y laboral, instrumentalizar la producción de conocimiento en función de la rentabilidad privada y, en suma, aumentar la producción de sujetos profesionales que no cuestionan el mundo histórico en el que participan, aceptando el orden existente como el único posible.


III- Inserción profesional y ciudadanía

Volvamos sobre la «inserción profesional» reenviando este eje a las condiciones sociales que hacen posible que uno hable, de forma sospechosa, de “profesionales” y no sencillamente de “trabajadores”. De hecho, dentro de la moderna división social del trabajo, los trabajadores intelectuales apenas se reconocen formando parte de ese continente y no es de extrañar que se arroguen a menudo el derecho a situarse en otra categoría socio-laboral.

Inscribir estos procesos de separación entre trabajadores en el contexto de una economía mundial gobernada por la acumulación de capital es básico si queremos comprender lo que ocurre. Y esa acumulación nos deriva a preguntarnos por una organización social del trabajo en el que la educación superior dominante tiene notoriedad por contribuir, técnicamente, a reproducir el modelo actual de acumulación, sostenido en relaciones sociales de explotación. La necesidad satisfecha de elites cualificadas, en esta fase histórica del capitalismo, hace prescindente para las clases propietarias la educación pública, especialmente en sus niveles superiores. Las políticas neoliberales son consecuentes con esta necesidad: transfieren como negocio la formación superior a centros privados y, con ello, seleccionan las fracciones de clase que relevarán a las elites dominantes actuales.

La desfinanciación de la educación pública, por tanto, no responde a una coyuntura restrictiva, aunque se invoque como su justificación evidente. Si bien la crisis del estado de bienestar no es nueva, se acelera con la impronta crecientemente aceptada del neoliberalismo. Si éste es peculiarmente predador, se debe a que en su prohibición de toda forma de regulación económica, permite que los agentes más poderosos se apropien de forma ilegítima de la riqueza socialmente producida. En vez de luchar por distribución justa de los ingresos y la renta, perpetúa ese dispositivo selectivo que es el “mercado libre” y excluye por principio a quienes no disponen de poder económico para participar en ese “mercado de la libertad” (4). Para fortuna nuestra, la “utopía” neoliberal (más bien: una distopía radical) no se ha concretizado en toda su magnitud. Existen resistencias relativamente organizadas y hay indicios de que esas resistencias sociales pueden confluir en luchas políticas mayores.

El fatalismo cínico de ese discurso es inocultable: por un lado, pretende que no hay alternativas políticas sino meramente necesidades históricas inexorables; por otro, enfatiza su pesimismo antropológico: puesto que “la naturaleza humana es egoísta”, lo único que cabe es tomar medidas que resulten lo menos perjudiciales posibles y subsanen los males más notorios. Ya conocemos cuáles serían esas medidas: la “mano invisible del mercado”, la ley de la oferta y la demanda sin interferencias, intervenciones estatales mínimas (limitadas a servicios que ninguna iniciativa privada estaría dispuesta a asumir) y dar rienda suelta a la fórmula del laissez faire, laissez passer.
 
Sin embargo, no tenemos por qué aceptar sin más la tesis de una “naturaleza humana” ni, mucho menos, concebida como esencialmente egoísta. Como ardid teórico, permite justificarlo todo, a condición de aceptar una presunta inmutabilidad y necesidad de la especie humana, que tornaría ilusoria cualquier tentativa de cambio social. Llamativamente, a pesar de insistir en la naturaleza egoísta del ser humano, no se ha tomado el trabajo de explicar por qué tanto en términos biológicos como en términos culturales no sólo los individuos sino también las sociedades han mutado de forma más o menos radical.

En síntesis, la tesis de la «naturaleza humana» -por definición extra-histórica- condena a una fatalidad deshistorizada las penurias de millones de sujetos humanos concretos, expoliados por mercados oligopólicos que, a través de sus voceros oficiales, se llaman a sí mismos “libres”. Y en cierto sentido lo son: son libres de explotar, de elaborar las leyes más convenientes para ellos, de conseguir desgravaciones impositivas directamente proporcionales a su nivel de ingresos, de fabricar productos que dañan de forma irreparable nuestro contexto ecológico, de producir elites hipercualificadas y masas descalificadas, dinero y miseria, en suma, una lucha naturalizada por la apropiación privada de la producción social de la riqueza.

Esa apropiación, en tanto actualmente se basa en la expropiación, no es automática sino que requiere, por así decirlo, un trabajo intelectual tanto de legitimación como de producción de métodos y herramientas de dirección y gestión que permitan organizar de forma jerárquica el capital y subordinar la fuerza de trabajo. En esa producción, una vez más, ejercen un papel fundamental aquellos intelectuales orgánicos que defienden a nivel técnico lo que no es más que una versión elaborada de la explotación laboral. Hablar de méritos y talento para explicar las desigualdades presentes es tan burdo como hablar de paz cuando diariamente se fabrican guerras.

Todas estas “fatalidades”, desde luego, son evitables. Incluso si no fuéramos capaces de evitarlas nosotros, eso no negaría que forman parte de un proceso histórico-social contingente y, como tal, reversible (lo que no da lugar a ningún facilismo). Sólo cuando se sostienen fundamentos extrasociales de lo social podemos creer que el mundo actual es algo dado e inevitable. Responde, más bien, a un proyecto político que tiene como objetivo central el enriquecimiento de unas elites y, como consecuencia, el empobrecimiento de las mayorías sociales. Para ese objetivo, los responsables principales de este estado de cosas no dudan en tachar de irresponsables a los intelectuales que consideran que este mundo no es el mejor de los posibles.

Hay que apresurarse a señalar, por lo demás, que la pauta de comparación para sostener qué es mejor y qué es peor no es sólo la historia efectiva o la imaginación pura, sino una historia futurible, que podemos imaginar razonablemente, de forma situada. Eso no implica ninguna idealidad pura, sino que tiene anclaje a realidades locales. Esa «memoria anticipada» -a la que se referían algunos teóricos frankfurtianos- es la que nos permite afirmar que una sociedad igualitaria y autónoma, en la que los sujetos educativos son formados como ciudadanos en una cultura democrática y pública, es mejor que una en la que son instruidos en la obediencia, esto es, conformados en una cultura autoritaria y privatizada.

En ese contexto también los trabajadores intelectuales que llamamos profesionales tienen oportunidades para intervenir en instituciones públicas y privadas en vistas al cambio social (evaluados en términos político-culturales y no sólo en términos económicos). Pero difícilmente podremos producir esos cambios deseables sin una educación pública que eduque en una ciudadanía en común o, como decía Paulo Freire en una terminología que a más de uno le produce urticaria, en una «pedagogía de la liberación». Esa ciudadanía supone construir al ser humano, ante todo, como sujeto político. Aunque la categoría de «ciudadanía» tiene una innegable ambigüedad –por tratar a sujetos desiguales como iguales, borrando de un plumazo la realidad primaria de las clases sociales-, por otro lado permite pensar en esa dimensión en común que necesitamos construir para que la igualdad política y económica sea efectiva.

 
IV- Por una pedagogía crítica

Resituando en estas condiciones la problemática educativa resulta claro que no estamos abogando por abandonar un proceso de relativa especialización teórica, sino por articular de forma crítica esas especializaciones con otros conocimientos que hacen a la definición de un horizonte abierto y multidimensional, favoreciendo la inscripción de las prácticas profesionales y académicas dentro de proyectos políticos (aunque no partidarios) más amplios. Del mismo modo, tampoco se trata de renunciar a una educación pública profesionalmente habilitante, sino más bien de cuestionar la búsqueda del beneficio económico como objetivo profesional central.

En suma, se trata de producir sujetos críticos, capaces de intervenir en múltiples procesos institucionales. Como consecuencia, el objetivo de la educación pública superior se desplaza de la experticia y la erudición hacia la producción de un saber y unos valores situados que permitan apuntalar una ciudadanía crítica. En ese sentido, no hay nada semejante a una «neutralidad profesional»: en su posición de trabajadores intelectuales pueden contribuir a cambiar (o reproducir) una realidad histórica. Desnaturalizar el neoliberalismo es una posibilidad concreta de esa «pedagogía crítica» por la que abogamos y que en este trabajo no puedo más que mencionar. Sostener que no hay espacio para esa educación es resignar lo deseable en nombre de una servidumbre programada.

Reconocer que las intervenciones profesionales tienen una dimensión política irreductible –aún cuando ciertos profesionales hagan política inconsciente al predicar que son apolíticos-, abre el campo de oportunidades históricas de transformación de los espacios regulados en los que participamos. En ese punto, la lucha por la radicalización de la democracia significa también igualación en el acceso al poder simbólico por parte de diferentes clases sociales.

Si el profesionalismo se desentiende de los efectos negativos que los mismos profesionales generan, no por ello basta “tomar conciencia” para evitar dichos efectos: el punto de mira, una vez más, son las prácticas sociales. Politizar nuestras labores profesionales es, también, usar los márgenes de libertad para que la libertad no quede marginada dentro del sistema económico o reducida a libertad de consumo. Puesto que la formación profesional, terciaria y universitaria es por excelencia el dispositivo de producción de trabajadores especializados, necesitamos indagar más en la importancia relativa que tienen las instituciones educativas públicas tanto en la construcción de un sujeto que sostiene la actual hegemonía neoliberal como en su capacidad crítica para producir alternativas deseables y factibles.

Si cuestionamos el academicismo junto a cierto profesionalismo mercantilista ello se debe en primer orden a la constatación de que estas posiciones desconocen su carácter instituyente. No hay neutralidad en este intento desesperado por recluirse en una academia que se quiere purificada de interés; tampoco hay neutralidad en la desmedida preocupación por el cálculo de la medida económica. La figura del experto, considerado "políticamente inactivo" es tan falaz como la figura del erudito como "investigador desinteresado". En ambos casos, se produce una funcionalización del sujeto educativo: el experto deviene especialista del ajuste, el erudito en agente que se desentiende del mundo social.

Vivimos en un mundo social tecnocrático y luchar contra ese mundo es una decisión en primer lugar política. Subvertir la asimetría de las relaciones actuales de poder es también luchar por lo que Gramsci llamaba «hegemonía alternativa». Eso no es dar por sentado el carácter conclusivo de ese proceso alternativo, sino más bien, trazar una referencia en devenir de un lugar deseado, que apueste decididamente por un proyecto de autonomía individual y colectiva.

No caben dudas de que la educación pública tiene un papel central dentro de ese proceso hegemónico. Como complemento, tenemos que reinterrogar nuestro vínculo concreto con el mercado y nuestra condición de profesionales, reocupando una ciudadanía vacante. Reiventarnos en ese sentido es cuestionar la idea meritocrática de que los lugares son ocupados naturalmente por los mejores. Con ello seguiremos luchando contra esa ideología funcional que proclama la muerte de las ideologías, contra la histórica aunque efímera idea de un fin de la historia, la absolutista idea de que todo es relativo –a excepción de la propia posición-, contra el autoritario pensamiento que sostiene que sólo hay un único pensamiento, o la falsa profecía de que ya no existe la izquierda o la derecha sino un nuevo pensamiento de la moderación conservadora. El pragmatismo condena el futuro a la ceguera; es una mala teoría que reniega de su carácter teórico y quiere convertirse en acción inmediata, sin mediación, sin teoría.

Mostrar la contingencia del presente abre camino a iniciativas individuales y colectivas para transformar las políticas institucionales vigentes, para revalorizar las micropolíticas y apostar por su articulación en luchas mayores. Crear igualdad ciudadana implica un compromiso político que supere las retóricas electoralistas y los discursos que proclaman que las alternativas no son alternativas sino abismos, entregados a la profecía de lo inevitable que el cinismo contemporáneo instala como realidad efectiva.

También los profesionales participan en la naturalización y reactivación del imaginario social que estructura nuestras prácticas sociales. Pueden, por tanto, contribuir a perpetuar o subvertir este orden social. Si siempre tomamos decisiones, lo más razonable será procurar esclarecer sus implicaciones tanto técnicas como sociales. La lucha contra el academicismo y el economicismo son parte de una pugna en la que se nos juega una forma de vida colectiva.

Somos partícipes en la producción social de nuestras condiciones sociales de existencia y no se trata de sustituir el rostro de nuestros amos por otros nuevos sino de cuestionar radicalmente la política de autoridad que gobierna las academias y los mercados. En esa pluralidad de frentes, poner la educación a debate equivale, sin más, a interrogarse acerca de otras subjetivaciones deseables, capaces de desafiar el imperio de la economía.


Arturo Borra


(1) La proclama del apoliticismo no es más que una buena manera de ocultar que, lo queramos o no, cualquier agente social tiene responsabilidades específicas e irreductibles en la institución efectiva de la sociedad, incluso cuando hay un proceso de desentendimiento de lo común, acorde a una ética exitista.

(2) Aunque el discurso neoliberal descalifique un planteamiento teórico por considerarlo político, es claro que ninguna perspectiva conceptual puede sustraerse de esa dimensión, como no sea a través de estrategias denegatorias. Apenas hace falta señalar que esa retórica antipolítica se sustrae de todo trabajo argumentativo. En ese sentido, tenemos que distinguir entre la evaluación crítica de diferentes argumentaciones de aquello que, en un momento dado, tiene un nivel mayor de legitimación social. En este punto, aunque es indudable que el profesionalismo cuenta con mayor legitimación social, su validez es dudosa.

(3) Incluso si se lo invoca como réplica ante la hegemonía neoliberal –en la resistencia política a ser asimilados a un mercado económico capitalista-, no por ello deja de ser menos reactiva. Más bien, sigue siendo funcional, en tanto mantiene la complicidad con respecto a las desigualdades culturales que contribuyen a producir las clases sociales. La producción de un sistema institucional de distinción produce tanto “intelectuales consagrados” como trabajadores intelectuales subalternizados.